Muchos historiadores viven en la comodidad
corporativa. La historia es su “oficio”, su “territorio”. Son los
especialistas. Y se les respeta como tales. La prensa, y más todavía la
televisión, han hecho concreta y familiar su situación de expertos
privilegiados del pasado. Esta comodidad corporativa se halla sólidamente
instalada en la ambigüedad misma de la palabra “historia”: el movimiento
profundo del Tiempo, a la vez que el estudio que de él se hace. La biología
estudia la vida, y la astronomía las estrellas. Pero “la historia” estudia “la
historia”: signo de identificación que alimenta una extraordinaria suficiencia,
signo de una trampa que se cierra sobre sí misma.
Sin embargo, todos tenemos conciencia de que la
historia es algo muy distinto, y que nos concierne a todos.
El lenguaje cotidiano está lleno de referencias a la
historia. Tenemos la “rueda de la historia”, que gira implacablemente pero que
puede detenerse, acelerarse, volver hacia atrás. Tenemos las “ironías” de la
historia, sus “estratagemas”, sus “lazos”, sus “designios”, sus
“interioridades” incluso para los espectadores… Diríase que la historia es una
gran máquina autoselectiva, capaz de “retener”, o de “olvidar” los personajes,
las fechas, los hechos; tiene incluso sus “vertederos”, ya que está bien
organizada. Sería capaz de dar “lecciones”, de distribuir laureles a los que han
conseguido subir a su “escenario”, y hasta dictar “sentencias” desde lo alto de
su “tribunal”…, y a veces mantiene sus “enigmas”, se niega a hablar.
Tras esas fórmulas, tan habituales que ya ni siquiera
nos llaman la atención, hay algo coherente y peligroso. Tan peligroso como la
pretensión de los historiadores profesionales de acaparar el pasado. A saber,
la idea de que la Historia domina a
los hombres desde el exterior, que ejerce sobre ellos una autoridad suprema por
estar inscrita en un pasado por definición irreversible y que hay que
inclinarse dócilmente ante ella. Que, por lo tanto, es el pasado el que manda
en el presente.
Si el pasado cuenta es por lo que significa para
nosotros. Es producto de nuestra memoria colectiva, es su tejido fundamental. Ya
se trate de lo que se ha sufrido pasivamente, Verdun, la crisis de 1929, la
ocupación nazi, Hiroshima, o de lo que se ha vivido activamente, el Frente
Popular, la Resistencia, mayo del 68.
Pero este pasado próximo o lejano igualmente, tiene un
sentido para nosotros. Nos ayuda a comprender mejor la sociedad en que vivimos
hoy, a saber qué defender y qué preservar, a saber también qué derribar y
destruir. La historia es una relación activa
con el pasado.
Jean Chesneaux, ¿Hacemos tabla rasa del pasado? pp. 21-22
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